El poder o la cultura son un reflejo directo de lo que existe en la sociedad, y el fútbol nunca es una excepción. Todos vamos al mismo saco. Las cualidades positivas se vanaglorian y abanderan para promover el orgullo nacional, y en cambio, los desperfectos nos nublan de una buena praxis.

En este mismo sentido, es habitual ver cómo la velocidad de la nueva era digital nos ha absorbido abstrayéndonos de algunas emociones, viviendo a una velocidad exagerada. Los grandes núcleos urbanos no descansan ni de madrugada, buscando la más lograda inmediatez en todo lo que obramos. El caso es que, a veces indebidamente, repercute en el fútbol.

El deporte, como otro tipo de culturas, se encuentra en planos secundarios -incluso terciarios-, cuando tratamos temáticas importantes en el debate social. Y es evidente que así debe ser. Pero no quita que pequemos de los mismos errores tanto en política, como en el deporte, como el entretenimiento o en nuestras relaciones interpersonales.

El peso de esa velocidad tan vorágine también existe en el fútbol, siendo los entrenadores el saco de boxeo más fácil de atizar cuando todo va mal. La velocidad social, en ocasiones, nos nubla la perspectiva. El cortoplacismo y la inmediatez nos consumen como personas, yendo en contra de nuestra naturaleza evolutiva. Es así como también lo vivimos en el fútbol; exigimos rendimientos enormes en el menor tiempo posible.

Esto tiene un peligro muy evidente, y es su fusión con los enormes egos que maneja el sector. La presión, las necesidades, la alta velocidad o el tener que erguirse como buen líder aboca muchas veces a los directivos a cesar entrenadores. Como si esta pieza fuese la única que trastabillase el proyecto que clubes o selecciones se traen entre manos.

Y es cierto que muchas veces ocurre, pero nunca tanto como se les acusa. No parecemos estar educados para ver a nuestros equipos perder. Todas las emociones que congloban a un equipo se disparan en el debate social contra el primero que pase, figura que suele ser el entrenador en cuestión. Mario de la Riva explicaba en el AS cómo la cifra de entrenadores ‘que pasaron por la guillotina’ alcanzaron su máximo en el año 2019. En la temporada pasada, fueron hasta veintiuno los entrenadores que fueron cesados de sus clubes, todavía más.

Las cifras de ceses no paran de aumentar preocupantemente, en un mundo del fútbol en el que todo parece querer ir demasiado deprisa. Este mismo punto llega a ser preocupante, especialmente en los equipos más humildes. Da la sensación de que se quieren actualizar a la inmediatez del mercado liderado por gigantes económicos, dejando de lado la perspectiva de que deben luchar con otras armas.

Entrando en materia particular, vamos a analizar el caso Xavi Hernández. Un entrenador que, sin ningún tipo de experiencia europea y con un club en declive, ha sido capaz de cambiar la cara de la grada, de los jugadores y de los resultados. En un tiempo récord, ha visto como el club fluctuaba en todos sus aspectos -como sus efectivos en plantilla-, y ha sabido adaptarse a todo para sacar el máximo rendimiento posible. Y pese a dar la cara en todas las competiciones, además de ocupar la primera plaza en liga, también ha sido duramente criticado. No es complicado encontrar aficionados pidiendo su dimisión en redes sociales, así como criticando su juego.

Educar en sociedad, también es educar en fútbol. En este sentido, como aficionados, el mayor favor que nos podemos hacer es entender que todo necesita de un largo plazo. Y no precisamente de seis meses. Algunos de los proyectos más fructíferos en el fútbol vienen tras años y años de trabajo, a veces incluso con otros entrenadores recogiendo el testigo de los anteriores. Ceder entrenadores, no es un arma mágica para carburar instituciones.

Porque, si ningún jugador está por encima del club, no podemos poner a los entrenadores como máximos exponentes de los problemas. Démosles tiempo a todos aquellos que quieran trabajar, y pensemos en largo plazo.

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