El fútbol, muchas veces, es un deporte complicado de entender. Suceden cosas difícilmente explicables, situaciones que uno intenta comprender sin éxito. La línea que separa el cielo del infierno es finísima, y hay futbolistas que, sin darse cuenta, traviesan esa barrera invisible y se asientan en una realidad distinta a la que vivían tan solo unos meses atrás. Miralem Pjanic, en menos de un año, ha pasado de estrella a desterrado. De ser titular indiscutible a tener plaza fija en la grada.

El bosnio aterrizó en Barcelona en una de esas operaciones rocambolescas que definió la junta de Josep María Bartomeu. Arthur Melo, para sorpresa de todos, hizo las maletas rumbo a Turín para que Pjanic ocupara su lugar en la plantilla. Fue un intercambio extraño que pocos entendimos. El Barça dejaba escapar un jugador joven con mucha proyección por otro que ya rozaba los treinta. No obstante, su llegada tampoco era tan dramática, puesto que el club aseguraba la presencia de un jugador contrastado en la élite que, a priori, iba a ofrecer rendimiento inmediato.

No exagero si digo que Pjanic ha sido uno de los mejores mediocentros del mundo en el último lustro. La final disputada en Cardiff con el Madrid, la consolidación de la hegemonía en competición doméstica y la competitividad del bloque italiano en Europa año tras año no se entiende sin el papel del bosnio. En Turín, y de la mano de Allegri, alcanzó su mejor nivel como futbolista y dejó grandes exhibiciones en partidos de alta exigencia. Pocos días después de anunciarse su fichaje por el FC Barcelona, se viralizó un video del bosnio visiblemente emocionado junto a su familia. Sin embargo, esas lágrimas de alegría nunca brotaron en Barcelona. Ha vivido meses grises, atormentados. No ha conseguido ver el sol en una de las ciudades con mejor clima de Europa.  La felicidad inicial se tornó en pesadilla, de esas tan reales que, por más que lo intentes, no consigues despertar. Pjanic, como si sufriera de parálisis del sueño, nota una incomodidad que le envuelve, pero es incapaz de zafarse de ella. Siente una presencia encima que lo inmoviliza y lo asfixia. Esos minutos de angustia se han vuelto eternos, y sigue encerrado intentando encontrar la salida.

Pjanic encajaba como anillo al dedo en el 4-2-3-1 que empleó Koeman en los primeros meses de temporada. De Jong podía tener un escudero para poder soltarse, el Barça ganaba a un jugador con un excelso desplazamiento en largo y el equipo se aseguraba un pasador que siempre busca romper líneas. Parecía ideal para acabar con la horizontalidad que había rodeado al Barcelona las últimas temporadas. Era un win-win. Pero todo se torció desde el primer momento. El técnico neerlandés nunca dio continuidad al bosnio en el once, y éste, cuando saltaba al césped, no ofrecía soluciones para mejorar el juego del equipo. Tuvo un buen encuentro frente a la Juventus en fase de grupos de Champions, pero fue un espejismo. Entre su pobre nivel, la poca confianza del entrenador, el impacto de Pedri y el buen año de Busquets, el bosnio ha vivido una de las peores temporadas de su carrera. Su participación ha sido residual (619 minutos en Liga) y en ningún momento mostró síntomas de mejora. Valladolid pareció ser un punto de inflexión, donde cuajó muy buenos minutos, pero no pudo mantener la regularidad. La irrupción de Ilaix enterró cualquier atisbo de cambio de dinámica, y las buenas sensaciones del canterano acentuaron el ostracismo en el que se encontraba el ex de la Juventus. Pjanic acabó siendo el descarte habitual de las convocatorias, final de Copa incluida, y pasó once encuentros consecutivos sin disputar un solo minuto.

Pjanic acabó reproduciendo todos los problemas que debía solucionar. En muchos partidos andaba perdido sobre el césped, lejos de su zona de confort y sin posibilidad de ofrecer sus mejores virtudes. Su incidencia en el juego era escasa, amasaba demasiado el balón y no conseguía imprimir fluidez en la circulación. Los constantes cambios de esquema no le ayudaron, pero su actitud tampoco era la adecuada. El equipo empezó a entenderse a partir de marzo, a ofrecer su mejor fútbol. Todos los jugadores parecían dar un paso al frente, pero Pjanic se quedó atrás. La frescura en el centro del campo, con Pedri y Frenkie exuberantes, acabó absorbiendo la mejor versión del bosnio. No consiguió adaptarse al ritmo que imponían los jóvenes, y esa energía y dinamismo contrastaban con el poso y la pausa de Pjanic. Es triste ver como se ha desperdiciado a un jugador de una calidad técnica impresionante, pero a veces el futbol tiene estas cosas. No tiene sentido.

 La situación del bosnio ha sido otro ejemplo que demuestra la importancia de la buena planificación. Su fichaje se concretó con Setién en el banquillo, por lo que Koeman se tuvo que “comer” al ex del Lyon en el equipo. Si las cosas se hubieran hecho bien, y si la junta saliente hubiera gestionado la economía del club de mejor manera, no se hubiera realizado un fichaje con la temporada en juego. Se habría esperado al final de curso, a hablar con el entrenador para decidir las altas y bajas. Malcom fue otro de los que sufrió esta nefasta política deportiva de fichar por fichar. Ahora solo queda ver qué pasa con Pjanic. Todo parece indicar que saldrá este verano y, así, poder escapar de esta parálisis del sueño que le ha impedido ofrecer su mejor nivel.

Adrià Regàs @arq1027

Colaborador

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