El 5 de noviembre de 2019, el Barça empató 0-0 en casa contra el Slavia de Praga. Fue un partido aburrido, espeso, frío como el moribundo Camp Nou. Las sensaciones del equipo eran malas y ya anunciaban que iba a ser una temporada complicada para los culés. La desidia hacía mella entre unos jugadores anímicamente hundidos, con los fantasmas de Anfield y Roma atormentando, y un entrenador, Ernesto Valverde, cuyo crédito tenía fecha de caducidad. Hacían falta cambios para remontar el vuelo, limpiar el ambiente y empezar un nuevo ciclo.

Han pasado casi dos años de ese partido, pandemia de por medio. Pero el Barça sigue igual, estancado en la indefinición, instalado en la nada más absoluta. La mediocridad que asomaba ya es una realidad asentada en los cimientos del club. Pero lo más preocupante es que esta intrascendencia se ha extendido por todas las parcelas de la entidad a un ritmo frenético, con la sensación de haberla aceptado sin rechistar.

El mal juego ha dado paso a discursos derrotistas cada vez más repetidos. La cobardía de la junta anterior parece haber carcomido el carácter feroz de Laporta, sin la valentía para tomar decisiones drásticas. La dirección deportiva intenta justificar el desastre cuando es la responsable de confeccionar la plantilla. Un entrenador que un día está sentenciado a muerte y al otro le quitan la condena. Y unos jugadores que parecen incapaces de rebelarse ante la decrepitud. Si todos los estamentos siguen el patrón del inconformismo, es imposible revertir esta situación.

El Barça vive el día de la marmota desde 2019. Siempre se repite lo mismo y no hay forma de superarlo. Las situaciones son idénticas año tras año: nueva temporada, ilusión, buen juego, malos resultados, mal juego, paliza en Europa, temporada decepcionante. En la película, Bill Murray pudo dejar atrás ese aciago 2 de febrero cuando cambió sus hábitos. Quizás el FC Barcelona  debería seguir el mismo ejemplo: explorar nuevos métodos, agitar el vestuario, renovar el el banquillo.

Necesita alguien que consiga reanimar a un equipo muerto clínicamente, que no tenga miedo a coger el desfibrilador y realizar las descargas que hagan falta. Alguien que cambie el discurso, que motive a la plantilla, que rompa con esta dinámica basada en quejas, excusas y poca preparación de los partidos. La exigencia, el hambre y las ganas de superarse brillan por su ausencia, y sin estos tres elementos el cóctel azulgrana seguirá estando amargo. Es evidente que necesita estos ingredientes para potenciar el sabor. Pero aunque la clientela (la afición) muestre su desagrado, el camarero (presidente) sigue agitando la mezcla, aún sabiendo que es difícil mejorar el contenido sin añadir nada nuevo.

El equipo está en un punto de no retorno y aún no hemos llegado a noviembre. Es insostenible. Y si no hay cambios ya, el vacío ya será irreparable. Los futbolistas parecen peores de lo que son pero, cuando juegan con sus respectivas selecciones, ofrecen un rendimiento radicalmente superior. Y esto es gravísimo, más en un club que siempre ha luchado por la excelencia. Pero la mediocridad tiene esto, aceptar lo que hay y no hacer nada por cambiarlo.

Laporta debe actuar ya. Cumplir con su famosa frase de “perder tendrá consecuencias”. El barco azulgrana se hunde y, en vez de luchar por reflotarlo, el presidente parece uno de los músicos del Titanic que tocó el violín para amenizar el fatídico desenlace. Cada minuto que pasa, el Barça se aleja un poco más de la superficie, y las posibilidades de recuperarlo se complican.

Ahora le toca a Jan. Si seguir atrapado en un bucle temporal y aceptar el derrumbe, o tomar decisiones y tratar de vislumbrar nuevos horizontes. Está en sus manos.

Adrià Regàs @arq1027

Colaborador

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