El fútbol, como el mundo, es un pañuelo. Caprichoso, impredecible. Lo fue con la abrupta salida de Messi cuando el aficionado culé esperaba ansioso el anuncio de su renovación. Y lo ha vuelto a ser en este frenético final de mercado. Antoine Griezmann, que debía abanderar el nuevo Barça sin el astro argentino, ha seguido el mismo camino de Leo. En lugar de París, el francés pone rumbo a Madrid. Vuelve al lugar donde explotó como jugador para reencontrarse consigo mismo después de un fallido erasmus en Barcelona. La experiencia no ha salido como estaba prevista.
El agónico traspaso de Antoine a última hora resume perfectamente su paso por el Barça: Rápido, amargo, con esa sensación de que sí pero no. Hay un acuerdo con el Atlético, pero llegan las doce de la noche y no se oficializa nada. Se queda. Pero no, el papeleo llegó a tiempo. Se va. En el terreno de juego la sensación era parecida. Juega mal, no encaja. La semana siguiente hace un buen partido, hay que confiar en él. Y así constantemente. Una rueda que gira y gira eternamente.
Hasta que la junta directiva ha dicho basta. Seguramente la situación económica del club ha tenido una fuerte influencia en su salida, pero Griezmann abandona el Barça con impotencia, con resquemor, con cierto aroma a fracaso. Porque ha dejado destellos de su altísima calidad, ha marcado goles y ha sido importante, pero nunca ha conseguido llegar al cénit, a su punto más álgido. No ha podido ofrecer todo su fútbol, y esa frustración debe corroerle por dentro. Vino para comer en la mesa de Messi y se va sin ni siquiera haber podido sentarse.
Anfield hizo daño, abrió una herida enorme que sigue sin cicatrizar. Bartomeu, en lugar de limpiar y curar el corte, optó por aplicar un torniquete chapucero que tenía todas las papeletas de terminar mal. Había que tomar decisiones, aunque fueran dolorosas. Cambiar de ciclo, sacar jugadores que ya habían terminado una etapa. Pero lo fácil fue sacar el talonario.
Sin embargo, el problema no fue fichar a Griezmann, sino que el Barça nunca entendió al jugador. Se le fichó por nombre, por tener un cromo más en el álbum, pero no se estudió su encaje. Sus virtudes, al lado de un Messi que lo acaparaba todo y un Suárez cada vez más mermado a nivel físico, quedaban limitadas. Debía reinventarse, aprender a jugar de nuevo. Sus posibilidades de brillar eran remotas, pero se le trajo igual.
El confeti que lanzó al cielo en su primer partido en el Camp Nou, una celebración que debía anticipar grandes noches de gloria, se esfumó. Quiso asentarse en el cielo, pero pasó la mayor parte del tiempo cerca del precipicio hacia el infierno. Ni Valverde, ni Setién ni Koeman consiguieron exprimir todo el jugo de Antoine. Ronald ha sido quién lo ha devuelto a un buen nivel y sacarle su mejor versión, pero muy lejos del nivel que lo dejó dos veces con la miel en los labios para ganar el Balón de Oro.
Barça y Griezmann separan sus caminos. Seguramente nunca deberían haberse cruzado. Ha sido una unión mala para las dos partes, ya ambos han salido perdiendo. Lo que empieza mal no suele terminar bien, y el famoso documental fue, sin saberlo, la pala que empezó a cavar la tumba de Antoine en Barcelona. Ahora, con el Cholo, quiere volver a vivir. A disfrutar. Recuperar el tiempo perdido. Y el mejor método es retomar aquello que ya funcionó. Dicen que segundas partes nunca fueron buenas, pero Griezmann no está dispuesto a volver a hundirse en el lodo. Necesita redimirse y volver a bañarse en confeti. El tiempo dirá.
Adrià Regàs @arq1027
Colaborador
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